lunes, 18 de enero de 2010

LA MONTAÑA



En los primeros instantes de mi existir clamoroso,
Nací en medio de un caos de sonidos estridentes,
Y creando aciagas tormentas sulfurosas
Que sólo vieron ojos inconscientes.

Criaturas curiosas en penumbras inquietantes
Se escondían, asustadas por los truenos;
Y sus ojos, convulsos y alarmantes
Vieron el rojo de mi sangre reflejada en los cienos.

En el valle se asomaban los peldaños de mi vida,
El ardor de mi espíritu se asomaba desafiante
Mi alma era ígnea, con arrojo decidida,
Mientras las brisas lamían mi corona rutilante.

Mis ímpetus no escucharon plegaria alguna,
Y en días tranquilos sentí dentro de mi corazón enorme
Chapotear el magma asesino de mis locuras,
Vomitando en torrentes el flujo informe.




A la mañana postrera de aquel parto convulso,
Estrepitosos bólidos de mi alma eran lanzados;
Fui un hijo violento de un violento mundo,
Dínamo de cataclismos y leviatanes cansados.

Debo decir que las criaturas me temían,
El tibio sol mis nubes eclipsaron.
Todo aquel que mis estertores oía,
Más allá de mis horizontes, se ocultaron.

Como el gaznate de los guerreros agonizantes
Las explosiones retumbaban en la bóveda celestial,
Por horas, de lanzar gritos atemorizantes
Yo, ahogado en el dilema de mi delirio infernal.

Más violento que el ímpetu de un adolescente,
Mis erupciones volvían cada milenio,
Para vomitar fuego como dios incandescente
Como animal en trance, en arrebato obsceno.

Pasaron inexorables los días que mi cielo limpiaban,
En mi cresta, ríos de hielo se formaron
Los dulces rayos del sol, mi vaho cesaban,
Y en ritos lúbricos los entes se multiplicaron.

Yo daba tregua a aquellos andantes miserables,
Y mis faldas de verde follaje se pintaron;
Primero hierbas, setos, luego árboles ancestrales
Mis extensiones vastas de aromas poblaron.

De tiempo en tiempo mi alborozo era enorme
Cuando sacudían mi estructura los temblores,
O cuando arrojaba, cual caldera de dimensiones formidables
El flujo piroclástico que sonaba a mil tambores.


Y una mañana, una corriente helada
Se instaló por eras milenarias
Crespones de hielo blanquearon mi falda
Donde sepultaba gargantas tortuosas y estrafalarias.

Yo vi los amaneceres rojos,
Por el este se formaban temibles titanes,
Ora caballos, ora ciervos, ora cambiantes monstruos,
Que en desvaríos gestaban asombrosos leviatanes.

El viento a su arribo violento me golpeaba;
El frío filoso se incrustaba en mis rocas,
Que impávidas y ensimismadas se congelaban
En abnegada quietud de resignación loca.

Por miles de años el viento enardecido de las alturas
Mis árboles, monstruos verdes, eran derribados;
Algunos, sólo asidos por raíces desnudas,
Se ajaban a la vida, con horribles troncos encorvados.


Alcancé alturas que acariciaban las nubes,
Que en ráfagas húmedas rodeaban mi cima,
Unas veces cumulonimbos de querubes,
Otras, presurosos velos que se iban.

Y aquellas eufonías de animales y de ríos,
De las ramas que ondeaban saludando al viento,
Y de los susurros de las aves en sus nidos tibios,
Me alegraban la noche y el día, mis callados pensamientos.

A mis pies florecieron valles de colores
Por montes y lagunas apenas salpicados
Y el rocío, regalo matinal sobre las flores
Que endulzaban la mirada con tintes almibarados.

Los entes prehistóricos de aquel tiempo
Miraban piedras doradas en mi cumbre,
Los rayos solares que atravesaban el silencio
De la espesa ladera de árboles sin nombre.

Los baños de sol, herían la niebla mañanera,
En locos arrebatos las mariposas se reproducían,
Desfiles de aves cruzaban las riberas,
Y esas bellas flores voladoras aparecían fugitivas.

Otros días, la pesada bruma del mediodía,
Adormilaba por horas el fulgor del horizonte,
Y las especies, cuyos sonidos se desvanecían
En insomnes movimientos, de siluetas de los montes.



Al ocaso, cuando los suaves efluvios del lago
Embriagaba con sus bálsamos evanescentes el clima,
Yo, en mi dipsómano trance bebía aires milenarios,
Mientras luciérnagas traviesas adornaban mi cima.

Las perezosas nubes descargaban con ira
Como prodigios rencorosos que mueren abnegados,
La lluvia implacable como dulce lira
Alegraba mi corazón, de serenidad anegado.

Allá abajo, los alegres ríos impasibles
Llevaban sobre sus aguas fermentadas y espumosas
Girando sobre sí, cadáveres risibles
De troncos vacilantes y hierbas olorosas.

Cuando asomó la luna, aquel río profundo
Reverberaba en místicos murmullos,
Y el cielo, con su fondo de terciopelo oscuro,
Diluía con placidez, amorosos efluvios.

En las noches claras de luna llena,
Yo, mudo centinela melancólico,
Aspiraba el suave sereno de las riberas,
Que inundaba de amor el valle alcohólico.


Más allá, donde reverdecen las praderas,
Los roedores tímidos me adoraban
Como matriarca poderosa que pudiera
Augurar las lluvias veraniegas que anhelaban.

Cuando recién en el llano pratense ha escampado,
Rememoro con nostalgia el negro terciopelo
Aquellas estelas que adornaban el prado
Y esa luna, más enorme que dominaba el cielo.

En mi seno florecieron flores de colores
Consecuencia bella de horrorosas tempestades,
Que trajeron tropeles de animales voladores,
Rutina amorosa que no conoce edades.


Ahora, envuelto en paz de las neblinas matinales,
Duermo tranquilo sintiendo el correr de los arroyos,
La humedad balsámica de mis manantiales,
Y la luz enternecedora de los cocuyos.

Otras tardes, la ventisca cegadora de los céfiros vespertinos
Me recordaban mi condición de inamovible,
Yo, consolado, veía los hilillos serpentinos,
Perdiéndose en las barrancas inaccesibles.


Yo he gozado de las parvadas surcando el cielo,
Navegando por bulevares de nubes violetas,
Desapareciendo por las sierras en secreto,
U oscurecer a la luna con sus siluetas.

Ahora estoy en las noches de mi perplejidad cautivo,
Contemplando las torres de las catedrales
Siendo testigo silente de los amantes furtivos,
Del loco danzante en la azotea y de los criminales.

Pero mi vista está cansada, es enorme mi tedio;
Las luces de neón no son melódicas,
Los bólidos lanzan un grito monótono y aburrido,
Mis visiones, son nostálgicas y sórdidas;

Como un perro echado sobre sus manos
Mi dolor, proyecto al zenit infinito
Cuando cada lluvia me lava al océano,
Para reducirme a estéril monolito.


Por eso sueño, como un niño en la dulce cama
Que renace en mí mi ímpetu dormido,
E inventarme en mi autocompasión que me aman,
Que aún no soy inquilino del olvido.

Y mi orgullo se pierde en mi pensamiento
Si los andantes arriban por los senderos
Para tenderse bocarriba por un momento
Y aspirar el fresco aroma de mis recuerdos.

Mis campos aún verdes florecen con el tiempo
Cada año las dulces nevadas me visitan,
Y esas queridas nubes amorfas y el suave viento
Traen mis memorias, que nunca se marchitan.


1 comentario:

  1. deveras que son hoermosos estos poemas este del volcan es un derroche de talento y sensibilidad todos son hermosos el lenguaje moderno que bien que tenemos poetas jovenes

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